Una Historia de Amor en Pátzcuaro
“Entre el Lago y la Llama”
Pátzcuaro, 1817
El sol comenzaba a elevarse tras los cerros que abrazaban el lago como si aún durmiera en su lecho sagrado. El agua, quieta como un espejo de obsidiana, reflejaba los cielos limpios de Michoacán, mientras las canoas tejidas por generaciones de manos purépechas se deslizaban silenciosas entre lirios. Entre ellas iba Itzuri, hija de pescadores, nieta de los antiguos guardianes del lago, quien desde niña había aprendido a leer los vientos, a escuchar los secretos del agua, y a ofrecer su pesca con la mirada baja y el corazón en calma.

Cada amanecer, Itzuri caminaba descalza desde su choza de barro hasta la plaza frente a la imponente Catedral de Pátzcuaro, donde las piedras parecían guardar las voces de los antiguos señoríos. Allí se alzaba el mercado, vivo de colores, aromas, trueques y murmullos. Entre mujeres que vendían textiles, barro cocido, y hojas de maíz trenzadas con fe, ella colocaba su canasta con charales y bagres recién salidos del lago.
Pero ese marzo de 1817 no era un mes cualquiera. El pueblo susurraba nombres prohibidos. Doña Gertrudis Bocanegra, dama ilustrada y valiente, tejía desde su casa redes de insurgencia y esperanza. Y en esa misma casa, bajo la mirada firme y noble de su patrona, servía Itzuri como cocinera, lavandera y, a veces, como hija adoptiva de aquella mujer que le leía versos y le hablaba de libertad.

Fue en el mercado que lo vio por primera vez. Montaba un caballo oscuro, alto, el uniforme polvoriento y los ojos como carbones apagados. El soldado insurgente no tenía nombre entonces, solo la silueta del peligro y la belleza. Itzuri no sabía que su corazón podía moverse de aquel modo. Lo vio desmontar, beber agua del cántaro de barro y mirar el mundo con una mezcla de tristeza y fuego.
“Me llamo Rafael”, le dijo una tarde, cuando ella le vendió pescado y él, en vez de pagarle, le regaló un botón dorado de su casaca como promesa. Él decía que luchaba por un México libre, aunque se alistara bajo el mando de hombres que obedecían órdenes crueles.

Y fue así como, una noche de luna oculta, Rafael le susurró al oído, con voz temblorosa: Mañana tomarán la casa de tu señora. Dicen que está conspirando. Van por ella al amanecer.
El mundo de Itzuri se rompió en dos.
¿Ser fiel a quien la había amado como madre, que le enseñó que la libertad era un derecho y no un privilegio? ¿O proteger al único hombre que había hecho vibrar su sangre, que entre las sombras le hablaba de un futuro juntos, lejos del odio?

Pasó la noche entre las piedras del atrio, arrodillada, rezando a un Dios que parecía no escuchar. El gallo aún no cantaba cuando los cascos resonaron por las calles empedradas. Itzuri no habló. No corrió. No advirtió.
Fusilamiento de Doña Gertrudis Bocanegra
Al otro día por la mañana Doña Gertrudis fue arrestada al pie de la escalinata, con la dignidad de una reina. Su mirada se cruzó con la de Itzuri y no dijo nada. No hizo falta. Ambas sabían.
Días después, llegó el fatídico 11 de Octubre de 1817, el pueblo entero se estremeció. Gertrudis Bocanegra fue fusilada en la misma plaza donde se vendían flores y pescado. Rafael no volvió. Solo un pañuelo manchado de pólvora apareció bajo la canasta de Itzuri, con una palabra bordada:
«Perdóname.»
Desde entonces, cada 11 de octubre, una mujer purépecha deja flores en el muro donde cayó su ama. El lago sigue hablándole. Nadie sabe si llora por amor o por culpa

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